El desafío para la Industria del Caballo en la Argentina es nuevamente
"Trabajar en forma INTEGRADA, HACIENDO QUE LAS COSAS PASEN"
Este año ¿lo lograremos?
Mario López Oliva

domingo, 2 de noviembre de 2008

La finca, el toro y mi potrillo Chiquito

  • Los lectores consideran que el recuerdo en sí es muy bueno. Además, les parece que está bien contado.
  • A Jorge Eduardo le han enviado 43 abrazos, 38 sonrisas, 48 besos y 54 buenos recuerdos.


  • por Jorge Eduardo
    Argentina / 1948

    Fecha de alta 25-12-2007

    La finca tenía un sector de potreros, estos empezaban después de pasar los corrales; nos juntábamos en el corral de los caballos y salíamos varios chicos de entre 7 y 10 años, todos montados a caballo, en los mejores caballos que habían en la finca.

    Yo montaba al "Pico Chueco", un caballo pura sangre que de potrillo sufrió un accidente: otro caballo le dio una patada en la cabeza, cerca de la nariz y le quedó la cabeza, en el hueso de la nariz, con una deformación permanente que no le impedía respirar ni correr, sólo le quedó un aspecto feo que fue motivo del nombre ridículo para un fantástico caballo.

    El Pico Chueco era sensacional, sus características sobresalientes eran: Era un caballo muy alto, y cuando digo muy alto es porque medía 1.70mts. a la cruz; era una caballo único de boca, con él se podía imitar al caballo del Noticiero Argentino y hacerlo levantar de manos quedando apoyado sólo en las patas traseras; era manso y magnífico para andar, respondía a la pierna para correr y doblar; saltaba cualquier tipo de arbusto con espinas y hasta una escalera apoyada horizontalmente entre dos árboles, pero lo mejor que tenía este excelente caballo era su galope y su paso a toda carrera y de nuevo al galope sin que por ello se excitara y en ambos aires de marcha tenía una suavidad en el andar jamás igualada por ningún caballo de la finca.

    Los chicos montaban caballos que también tenían su historia, como El Noble, hermano del Pico Chueco, un caballo que fue corredor de cuadreras hasta los 12 años y que nosotros lo montábamos cuando tenía 20 y era un excelente caballo y muy rápido.

    La madre de ambos era una yegua pura sangre que yo anduve hasta que fue muy vieja y hasta antes de que se muriera a los 31 años. Se llamaba La Sandunga (así la bautizo mi nono Lorenzo, que era italiano y esa yegua era su sillera).

    El nono murió cuando yo tenía un año, y por lo que cuenta mi mamá, me alzaba de la cuna, colgado de sus dedos.

    La yegua quedó como una reliquia, siempre estaba en el mejor pastizal, no tuvo más crías y solamente la montaba mi papá o yo y nadie más.

    Recuerdo haberla hecho correr sin que importara su edad, pero fue sólo en alguna ocasión, siempre la usábamos al tranco o al trote inglés que lo hacía muy bien.

    Los chicos íbamos al potrero donde estaba el Toro Negro a hacerlo enojar (tenía manchas blancas), era raro y malo, no parecía un toro con cruza de Holando, tenía cuernos grandes y afilados que misteriosamente no se los habían desmochado, tampoco se porqué duró tanto antes de que lo cambiaran por uno de mejor clase, ya que las terneras hijas del Toro Negro no eran buenas vacas lecheras.

    Pero para entender por qué sucedían las cosas de ese modo, tengo que contarles que de las 20 vacas lecheras que había en ordeñe, no se vendía ni un solo litro de leche, era toda para el personal de la finca y no importaba mucho la producción individual de las vacas. Todas las familias eran numerosas por una estrategia de trabajo, los hijos trabajaban la viña y cuantos más eran, mejor.

    Había tantas vacas en ordeñe como hicieran falta, cada vez fueron menos ya que se compraron vacas Holando puras y un toro Holando puro (esto incrementó notablemente la producción por animal, reduciendo el número de vacas para dar la leche necesaria), los animales de pura raza se compraron en una estación del INTA.

    Un día el Toro Negro estaba en un potrero de pasto alto, era el potrero donde años atrás, el nono había matado unas víboras Yarará, era el potrero donde se armaban las parvas de pasto para llevarles a los animales que se quedaban en los corrales de las casas de los contratistas, porque estaban lejos del corral y perdían mucho tiempo si todos los días tenían que ir a buscarlos: las mulas o los caballos que usaban en las viñas o las quintas.

    En el potrero junto al toro estaba mi potrillo Chiquito, al cual yo le daba terrones de azúcar y por esa razón venía cuando lo llamaba o simplemente cuando me veía.

    Todos los chicos íbamos a molestar al toro, le hacíamos mugidos, las imitaciones de los mugidos que hacen los toros cuando se enojan. Los bramidos ponían al toro en estado de exaltación y empezaba tirándose tierra por el lomo, eso era una señal de que pronto la emprendería contra nosotros.

    El potrero tenía en su extremo más alejado, yendo hacia el fondo de la finca, una puerta de alambre que si se abre y no se acomoda queda tirada en el suelo. Nosotros habíamos abierto la puerta desde arriba de los caballos y la dejamos tirada atravesando el paso para ir cerca de donde estaba el toro, al que seguimos provocando.

    En un determinado momento el toro arrancó con furia contra los caballos y sin que nadie pudiera imaginarlo Chiquito salió corriendo detrás del toro y lo agarró a patadas, obligándolo a desviar su ataque y dirigirse contra el alambrado, lo que nos permitió por fortuna, salir por la puerta tirada con peligro de enredar las patas de nuestros caballos.

    El toro llegó hasta el alambrado y paró allí de casualidad, pues ese toro estaba acostumbrado a romper los alambrados para ir a pelearse con el toro de la finca de enfrente de Don López.

    El susto recién lo sentimos cuando de vuelta al corral, nos dimos cuenta que el toro pudo habernos alcanzado, de no tener la ayuda del potrillo Chiquito.

    Jorge Eduardo.
    Campamentos Rivadavia, Mendoza – Argentina

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